Y hoy amanecí lágrima


Y hoy amanecí lluvia.
Era de esperarse, puesto que
ayer adormecí lágrima.

Me enamoré con vos, Mario, con tu voz y tu palabra dócil y aguda, con tus afirmaciones de figuras retóricas verdaderas, con tus ganas de ser pueblo que fuiste y sos. Me enamoré con tus versos, intenté enamorar con tus palabras pero me parece que ya había paredes espesas, barreras levantadas de carácter y decisión que engañan con una fuerza más cobarde que el espacio que abren a las sensaciones tus susurros, tus declaraciones, tu rabia y tu furia, tu sinceridad romántica y desangrada, tu amor por el candombe y la tierra.
Tus últimos años fueron tus primeros aquí. Naciste en un invierno seco de quebrada. No estuviste siempre pero volvías a menudo a tomar mate besando y abrazando. Nunca pude ser Daniel y acompañarte con la bagüala porque Daniel era Laura y era ella la que venía con la tinta y la caligrafía de mujer verdadera, siempre escondiendo cosas en su bolso diferente. Hojas bellísimas adornadas con la naturaleza y con chocolates, hojas con grumos rústicas que aparecían tiernas cuando decían con vos que me querían. Y después cruzaste el mar volando, varias veces, no una ni dos, varias; parecía como si te extraviaste en el sur de la ciudad, en esas calles tan grises de pueblo asesinado, de Avellaneda. Sí, te perdiste entre puentes y estadios de fútbol enemigos buscando a alguien que llore con vos. Todo fue simultáneo, vos te fuiste hoy como ayer se fue Laura en el colectivo y yo me quedé ahí parado con los brazos abiertos de un abrazo invisible que no me animé a dar por pelotudo. El cielo negro, la policía fascista que se dobla ante el llanto porque sabe que es de amor y que aunque no lo tenga lo conoce. Y si le leo al pibe que me limpia el vidrio uno de tus poemas lo abrazo al pibe tan fuerte como si fuera Laura morocha. Igual le doy monedas y le trato de enseñar porque como dice Julio de los médicos, los pibes tampoco entienden las cosas más simples aunque las diga bien fuertes, gritando, bien fuertes, y me vea con los pelos desordenados porque me esparcí las lágrimas de los ojos hasta la frente. Al pibe también le pasó algo cuando me quiso tomar de prepo, nadie los toma de prepo a ellos. Tenías que llegar vos cuando se fue ella para que ponga cara de susto y después me mire y me quiera abrazar a mi porque en su casa no tiene a nadie y la mamá y el papá están con vos o trabajando de cualquier cosa. Y sí, al final, así, todo quiere ser regalo. Y qué más quiero que sigas volviendo en regalos de papel que me hacía Laura cuando todavía me tenía a mi para escribir. No importa si te escribía a vos porque no estabas en ese papel, ella escribía y vos aparecías así sin más en ella y los dos leíamos, los tres, volvemos a escribir en el aire. Y te quedaste atrás de las fotos, en las paredes, esperando para ser sorpresa como siempre lo fuiste, sosteniendo las imágenes sin decirnos nada porque ya nos olvidamos. Pero sos tan necesario siempre ahí atrás, como el río por el que flota la vida, el río que no se seca nunca ni aunque te lo tomes entero en una copita de grapa. Me diste tan poco tiempo para conocerte, Mario, pero a mi todavía me queda porque vos te quedás acá en Buenos Aires porque te gusta el puerto y el sur, porque te gusta Uruguay y el Che Guevara, porque a vos también te gusta Laura tanto como a mí aunque me tenés envidia porque te usé y te usaron para enamorarse las dos personas más lindas de la tierra. No te pongas mal, Mario, yo te prometo que me vas a ayudar de vuelta cuando deje la pelotudez de lado, no te voy a olvidar. Te prometo que cuando Laura vuelva le voy a decir que te invitemos a pasear por cualquier lado, a leerte mientras vos nos escuchás chupando un matecito desde algún lugar que me gustaría saber cual es pero que no tengo la más puta idea de donde está.
Ahora ni vos ni Laura están acá, Mario, Laura sí, pero me parece que está esperando a que yo me decida a leerte y a escucharte, a que te pida que la pases a visitar para después contarme que tengo que hacer y que palabras le gustarían escuchar. A abrir la ventana, a quererla sin preguntas, a que me quiera sin respuestas, ella, la de él.
Decinos por última vez que nos querés, Mario, a los dos, que nos querés porque somos tu pueblo, porque lloramos y nos enamoramos con vos.
Decinos por última vez que nos querés que yo te aseguro que me dejo de joder y voy, que abro la ventana y te espero de vuelta. Te espero, Mario, te espero acá, le voy a preguntar a Laura si no le molesta esperarte conmigo, tomando mate o comiendo bizcochitos. Si escuchamos tango te vamos a poner a Troilo fumando un cigarrillo.
Te daría mil abrazos, Mario, mil abrazos que hiciste que me dieran.

18 de mayo, 2009.
A Mario Benedetti, poeta.

Tarsila del Mediterráneo


“Para que cante la vida…

…toca su caja la muerte.”


Es paradójico leer sobre inspiraciones de viajes por el oriente cuando fue Dionisio quien había viajado a Grecia desde el este para ser acogido por Apolo, salvándolo, y sometiendo al mundo a una “transformación mágica total (en la cual) la naturaleza celebra su festividad de reconciliación con el ser humano”[1] y fue Tarsila (o quizás quienes decidían en que orden iban a colocar sus cuadros en las paredes del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires)[2] quien retoma en algún sentido el efecto primaveral dionisíaco invitándonos a su fiesta que no es ya suya sino de todos y también de la naturaleza, salpicándonos de colores a través de los cuales nuestro vivir y existir comienza a pasar por otro lado. Pasamos a reconocer como único anhelo el solo hecho de vivir desmesuradamente. Y este vivir desmesuradamente se vuelca en la perfecta relación y unión entre el hombre y la naturaleza, el hombre en el bosque, el hombre salvaje.

Pero no fueron la abundancia de color ni las obras lo que me llamó la atención luego de haber deambulado entre la gente y entre los cuadros y entre ese espacio temporal en donde caí cuando pasé frente a las dos obras de la Unión Soviética. Qué fuerte es el despertar abrupto de los sentidos un sábado por la mañana. Debe ser así para que resuenen en mi cabeza ecos de representaciones, de ideología, de símbolos, de interpretaciones, de embriaguez y sobriedad. Debe ser así para que sea constante el intento de dejarlos atrás, de huir de ellos y sentarme en el único banco de la plaza de la pura y subliminal expresión y sensación.

Dionisio había viajado desde oriente para que, mediante la ayuda de Apolo, el mundo griego vuelva a reencontrarse con la naturaleza y la voluntad del vivir. Es otra realidad la que se esta poniendo en juego mediante el arte dionisiaco. Es la realidad que presenta Tarsila do Amaral en, principalmente las obras que fueron fruto de sus viajes por el Brasil. Vuelve a invocarse la idea del viaje como huída pero también como voluntad. El viaje hace que dejemos cosas detrás, para reinventarnos en otras formas. Tarsila se reinventa en pechos morenos y caucásicos, en labios gruesos, narices fálicas y soles de limón. Ya no es más ese Brasil recorrido, es un Brasil nuevo, diferente, que se nos ofrece a nosotros como la oportunidad para algo nuevo, para dejar atrás al individuo y convertirnos en dioses. No es que la obra de la artista brasilera se me aparezca como la oportunidad de redención, como si ella fuese la alquimista liberadora de las miserias del hombre moderno. Ella no llega hasta ese plano. Ese fue el problema. El plano es un plano mucho más general. El arte se nos aparece como oportunidad. Y ese nosotros mencionado nos incluye tanto a aquellos que podemos llegar a disfrutar de la obra (disfrutar también en un sentido amplio, el placer contenido también en “…las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas…”)[3] como también al artista creador, aquel que no esta ajeno al goce, pero cuyo goce es mucho mas profundo en cuanto él es el que crea, él es el que muere en la obra.

Tarsila no muere con la obra, ella sigue viajando. Siempre decide volver. Nunca deja del todo lo anterior. No se si es Tarsila, o los que armaron la muestra. Pero nunca nos vamos de Brasil, quizás de otro Brasil que el que conocemos. Pero nunca lo dejamos. Siempre volvemos. Giramos y Brasil esta allí. Quizás pasemos por Oriente, por la Unión Soviética, pero siempre los caminos regresan a los morenos, a las favellas, a colores vivos y caribeños, a la pobreza mirada desde el lado de la belleza, a los lindos pobres. Logré emprender el viaje, pero no me convertí en viaje. Tarsila es una artista, no es un dios. Ella no muere en la obra, no muere con la obra, ella no se convierte en su obra de arte. Quizás ella logre morir en su acto, pero a mi “no me mata”.

La idea de muerte no se me presenta como idea negativa, sino como la única posibilidad física cercana que el hombre conoce para escapar. Ya Nietzche había presentado a Apolo y a Dionisio como antítesis estilísticas que caminan juntas casi siempre luchando. El casi implica el no siempre. Y ese no siempre lo presenta como UNA VEZ, un instante, un momento único e irrepetible en donde, amigándose, fundiéndose, la voluntad florece y nace la tragedia. Me he puesto a pensar sobre mis momentos dionisíacos y apolíneos, y de una cosa me he dado cuenta: nunca esos momentos aparecen juntos. Siempre se me presentan como momentos diferenciados, aunque sea por una milésima de tiempo, esa instante pequeñísimo los diferencia. Embriagarse, entrar en un éxtasis dionisíaco puede llevarnos a pensar en nuestras responsabilidades apolíneas en algún momento de nuestra travesía. Aquí ya existe una separación. Los momentos no confluyen. La búsqueda incesante por ese instante único e irrepetible en donde la voluntad por la vida florezca es la añoranza de todo artista. Lo mismo nos dice la tragedia creada por esta unión de deidades. Durante la tragedia griega los personajes creen y buscan tener la razón. La lucha incesante finaliza con la muerte de los personajes. Esa muerte, ese instante, aparece como el momento en donde todo confluye, en donde ya no se necesita pensar en otro, en donde todos tienen razón porque la razón no existe, porque en lugar de aprender hemos desaprendido, porque en lugar de saber, sentimos. Y sentimos porque pertenecemos a otra comunidad con otra lógica y con otra verdad. La muerte trágica ya no se ve como un fin, como el fin de la vida, sino como “una acción sustitutiva en la que se anuncian nuevos contenidos en la vida del pueblo”[4]. Por medio del símbolo de la muerte lo que se quiere expresar es la creación de algo nuevo, de algo diferente a lo anterior, de algo que solamente puede ser conocido cuando se experimenta, de algo que solamente puede surgir de la coexistencia de opuestos irreconciliables[5].

No quiero morir para redimirme. Lo que necesito es confluir con lo que es extraño, con lo que es opuesto, con lo imposible. Vivir después de la muerte. Vivir después de lo desconocido. Tarsila me hizo conocer, pero no atravesar la frontera. Por lo menos esa es mi sensación. Me embriagó con un alcohol suave. Mi sueño duró poco, volví a ver “lo espantoso o absurdo del ser hombre”[6].

“Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para el a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza mas absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador…

Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuervos…”

El Retorno de los Brujos

[1] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 237.

[2] Digo que quizás fueron ellos los responsables ya que la obra de arte necesita, una vez independizada del artista y objetivada materialmente, de un espectador. Es condición obligatoria la existencia de un espectador, de alguien que mire, escuche, sienta la obra.

[3] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 231.

[4] Benjamin, Walter, El Origen del Drama Barroco Alemán, Taurus Humanidades, Madrid, 1990, Pág. 95.

[5] “hacer surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia razonable de tales opuestos” Benjamin, Walter, Ibidem, Pág. 30

[6] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 244.

Eso de lo que nos gusta reir

The Darjeeling Limited (Viaje a Darjeeling) – Dirección: Wes Anderson

Recordemos las películas anteriores de éste excéntrico cineasta del humor. Digo excéntrico porque los personajes que constituían a la familia Tenenbaum (sí, esos de los que muchos andaban con uniforme de gimnasia rojo y con muy poca pinta de atletas) o esos que aparecían junto a Bill Murray dentro del submarino de Vida Acuática (sí, esa persona de tez
oscura que imitaba a David Bowie) no pueden ser considerados o enmarcados dentro de lo que la sociedad describe como un ser corriente. De manera más simple, si nos cruzamos a uno de estos personajes de Anderson caminando por la calle no queda otra que mirarlo con ojitos de desconcierto y de curiosidad.
Es exactamente lo que pasa con los tres hermanos que protagonizan el Viaje a Darjeeling (por lo cierto traducción paupérrima, como suelen ser las traducciones, del título de la obra que en realidad representa el nombre del tren en donde transcurre gran parte del film). Owen Wilson, Adrien Brody, y Jason Shwartzman se presentan con tres personalidades y tres maneras de hacernos sonreír y compadecer diferentes. Luego de un año de no haberse visto, Francis (Wilson) invita a sus otros dos hermanos a un viaje turístico por la India en donde en realidad encubre su objetivo de reestablecer una relación espiritual con ellos y reencontrarse con su madre. El momento no es el oportuno, ya que sus hermanos se encuentran en momentos difíciles, uno intentando sobrellevar la idea de separarse de su mujer a dos meses de que de a luz a su hijo, el otro, intentando reponerse de las miserias sentimentales del amor. De aquí es que la situación, que en realidad resultaría bastante desgastante, se torna irremediablemente có
mica.
Lo sutil radica en parte en el ambiente elegido para rodar el film. India. Cultura completamente contrapuesta a la occidental. Rasgos. Hay que prestarle atención al comisario de a bordo del tren, la barba del personaje resalta los ojos disciplinarios que se ridiculizan cuando la cámara enfoque el viaje desde afuera y se lo ve fumando un tabaco con la azafata. Todo es chico, finito, extraño. Ellos mismos son extraños para nosotros. La excelencia de los diálogos encuadra a los personajes dentro de una especie de realismo mágico en donde la exageración en los relatos, los actos, los movimientos hace que lo real se vuelva cómico y consternante a la vez. Son tipos raros y no hay nada más chistoso que la ridiculización de la exageración llevada al límite. Todo se da vuelta y la tragedia misma vuelve a ser feliz. Finalmente resulta bueno reír de cosas que no nos son familiares, y más cuando es esta clase de humor en donde lo que se
destaca y se invierte es lo negativo.
Un detalle para aquellos que la alquilen en DVD. Es absolutamente imprescindible ver el corto que antecede al film. Por más que cuando terminan sus minutos quedemos en una especie de obnibulación frente a lo incierto que pueda llegar a parecer lo que vimos en la pantalla, incertidumbre ante la casi nada.
Otro detalle más, y no es el último. La presencia de Bill Murray. No tiene ningún rol en el desarrollo del film sin embargo es completamente necesaria su aparición.
Por último, y ahora sí, luego del estreno de Shine a Light no hay nada mejor que hablar de sus majestades satánicas. No quiero excederme en el tema (me excedería y por demás si opino algo acerca de la majestuosidad en el manejo y creación de expresiones que tiene
un tal Scorsese considerado ya alquimista) adjudicándole importancia a un film (por cierto a un film que no le falta importancia) que no es competencia de estos párrafos, pero vale la mención de los Rolling Stones y la importancia que su tema Play with Fire tiene en este film de Wes Anderson. La canción suena completa y a la perfección. Se transluce con las imágenes y con la vista y la atención del espectador de una manera subliminal. Se puede decir que pestañar durante esos minutos se le hace a uno imposible. Quedamos hipnotizados. No quiero sacarle mérito a Anderson que seguramente eligió la música y brindó las imágenes, pero los Stones lo sobrepasan en esos pocos minutos del film.
Disculpen el desvío. Es el propio Anderson el que los involucro sin saber que a alguien como yo y muchos otros nos gustaban los Rolling Stones. Perdón, no es que nos gustan. Somos fanáticos.

El reir francés


Es extraño como un film en el cual París, su cultura, su gente, sus excentricidades, terminan por saturar a uno de sus dos personajes principales llevándolo al borde de un colapso dentro de sí mismo y con su pareja francesa, causa el efecto contrario en todos esos pseudointelectualesbohemios (tribu prominente en todas esas áreas en donde el estructuralismo setentista francés se introdujo como algo que no era, de la cual me puedo llegar a considerar un simpatizante a medias) que, en cierto sentido, se sienten atrapados por un halo embriagador de vino, humo de cigarrillo negro, arte, música, sexo, y departamentitos desordenados y atestados de libros viejos. En este largometraje filmando con un bajo presupuesto para lo que es el cine internacional y con un cuerpo de actores, por no decir extraño, fuera de lo común (la mayoría son familiares u amigos de la directora), uno se vuelve a enamorar de París. Obviamente no estamos imponiendo este suerte de romance que uno contrae con una ciudad y lo que la constituye. A cualquiera le puede suceder lo que a Jack (Adam Goldberg), un decorador de interiores neoyorquino que decide, junto a su pareja Marion (Julie Delpy), pasar dos días en la casa de sus suegros en París antes de finalizar un viaje por Europa. El guión refleja a la perfección -utilizando un humor impecable en los diálogos que intercalan inglés y francés causando los gestos irremplazables de confusión e impotencia que maneja Goldberg- la inestabilidad que puede llegar a causar la soledad social temporaria instaurada por la inserción ignorante en otra lengua, en otra cultura, en otras relaciones sociales, y la necesidad de una compañera sentimental a la cual apegarse. Desde el lado de Marion, el punto de vista de la historia se vuelve hacia la lucha por reconquistar a su pareja que perdió su confianza en ella en esos momentos en que ella se integra de lleno a la vida y rutina francesas y se vuelve desconocida e incomprensible para él. Es ese estilo de Delpy lo que quizás hace que a uno le vuelva a gustar París. Ella tiene la capacidad de sacarle una sonrisa hasta a ese perrito triste de los dibujos animados mezclando seriedad y compromiso con ternura y suavidad.

No hay que dejar de lado al maravilloso papel que hacen los padres de Marion (los padres de Delpy) que es fundamental para no tragarse las carcajadas. Él, artista izquierdoso, petiso, gordo, y muy muy nacionalista (llegan a resultar cómicos los fanáticos nacionalistas franceses, notable la escena de los autos estacionados en doble fila), y ella, ex - hippie, promiscua y extremadamente sentinmental. El film no delimita al público. Es una película para reírse y pasarla bien más de una vez. A aquellos que sienten un sentimentalismo especial por algunas ciudades, por sus costumbres, su idiosincrasia, por su gente, se las recomiendo ampliamente. Es la segunda película en la que Delpy refuerza ese amor que la misma ciudad de París inspira. Ya con Antes del Atardecer había hecho que queramos sentarnos a leer y a fumar en algún café de esquina sin dejar de lado la posibilidad de enamorarse repentinamente. Y con esta nueva película deja en claro que las ridiculeces de l´amour à Paris y de los besos fáciles arriba de la torre Eiffel pueden llegar a ser ciertas, o por lo menos constituirse como esperanzas certeras.

No perdamos tiempo. Aprovechemos, y lo digo en todo sentido, la ternura y las risas que florecen con esta nueva película del cine francés.


Ficha Técnica

Título: Dos días en París

Guión y Dirección: Julie Delpy

Protagonistas: Julie Delpy, Adam Goldberg, Daniel Brühl, Albert Delpy, Adan Jodorowsky, Marie Pillet.

Género: Comedia romántica frencho intelectualoide, con un dejo de Woody.

En Argentina desde: 27 de marzo de 2008

Orígen: Francia

Duración: 96'