“Para que cante la vida…
…toca su caja la muerte.”
Es paradójico leer sobre inspiraciones de viajes por el oriente cuando fue Dionisio quien había viajado a Grecia desde el este para ser acogido por Apolo, salvándolo, y sometiendo al mundo a una “transformación mágica total (en la cual) la naturaleza celebra su festividad de reconciliación con el ser humano”[1] y fue Tarsila (o quizás quienes decidían en que orden iban a colocar sus cuadros en las paredes del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires)[2] quien retoma en algún sentido el efecto primaveral dionisíaco invitándonos a su fiesta que no es ya suya sino de todos y también de la naturaleza, salpicándonos de colores a través de los cuales nuestro vivir y existir comienza a pasar por otro lado. Pasamos a reconocer como único anhelo el solo hecho de vivir desmesuradamente. Y este vivir desmesuradamente se vuelca en la perfecta relación y unión entre el hombre y la naturaleza, el hombre en el bosque, el hombre salvaje.
Pero no fueron la abundancia de color ni las obras lo que me llamó la atención luego de haber deambulado entre la gente y entre los cuadros y entre ese espacio temporal en donde caí cuando pasé frente a las dos obras de la Unión Soviética. Qué fuerte es el despertar abrupto de los sentidos un sábado por la mañana. Debe ser así para que resuenen en mi cabeza ecos de representaciones, de ideología, de símbolos, de interpretaciones, de embriaguez y sobriedad. Debe ser así para que sea constante el intento de dejarlos atrás, de huir de ellos y sentarme en el único banco de la plaza de la pura y subliminal expresión y sensación.
Dionisio había viajado desde oriente para que, mediante la ayuda de Apolo, el mundo griego vuelva a reencontrarse con la naturaleza y la voluntad del vivir. Es otra realidad la que se esta poniendo en juego mediante el arte dionisiaco. Es la realidad que presenta Tarsila do Amaral en, principalmente las obras que fueron fruto de sus viajes por el Brasil. Vuelve a invocarse la idea del viaje como huída pero también como voluntad. El viaje hace que dejemos cosas detrás, para reinventarnos en otras formas. Tarsila se reinventa en pechos morenos y caucásicos, en labios gruesos, narices fálicas y soles de limón. Ya no es más ese Brasil recorrido, es un Brasil nuevo, diferente, que se nos ofrece a nosotros como la oportunidad para algo nuevo, para dejar atrás al individuo y convertirnos en dioses. No es que la obra de la artista brasilera se me aparezca como la oportunidad de redención, como si ella fuese la alquimista liberadora de las miserias del hombre moderno. Ella no llega hasta ese plano. Ese fue el problema. El plano es un plano mucho más general. El arte se nos aparece como oportunidad. Y ese nosotros mencionado nos incluye tanto a aquellos que podemos llegar a disfrutar de la obra (disfrutar también en un sentido amplio, el placer contenido también en “…las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas…”)[3] como también al artista creador, aquel que no esta ajeno al goce, pero cuyo goce es mucho mas profundo en cuanto él es el que crea, él es el que muere en la obra.
Tarsila no muere con la obra, ella sigue viajando. Siempre decide volver. Nunca deja del todo lo anterior. No se si es Tarsila, o los que armaron la muestra. Pero nunca nos vamos de Brasil, quizás de otro Brasil que el que conocemos. Pero nunca lo dejamos. Siempre volvemos. Giramos y Brasil esta allí. Quizás pasemos por Oriente, por la Unión Soviética, pero siempre los caminos regresan a los morenos, a las favellas, a colores vivos y caribeños, a la pobreza mirada desde el lado de la belleza, a los lindos pobres. Logré emprender el viaje, pero no me convertí en viaje. Tarsila es una artista, no es un dios. Ella no muere en la obra, no muere con la obra, ella no se convierte en su obra de arte. Quizás ella logre morir en su acto, pero a mi “no me mata”.
La idea de muerte no se me presenta como idea negativa, sino como la única posibilidad física cercana que el hombre conoce para escapar. Ya Nietzche había presentado a Apolo y a Dionisio como antítesis estilísticas que caminan juntas casi siempre luchando. El casi implica el no siempre. Y ese no siempre lo presenta como UNA VEZ, un instante, un momento único e irrepetible en donde, amigándose, fundiéndose, la voluntad florece y nace la tragedia. Me he puesto a pensar sobre mis momentos dionisíacos y apolíneos, y de una cosa me he dado cuenta: nunca esos momentos aparecen juntos. Siempre se me presentan como momentos diferenciados, aunque sea por una milésima de tiempo, esa instante pequeñísimo los diferencia. Embriagarse, entrar en un éxtasis dionisíaco puede llevarnos a pensar en nuestras responsabilidades apolíneas en algún momento de nuestra travesía. Aquí ya existe una separación. Los momentos no confluyen. La búsqueda incesante por ese instante único e irrepetible en donde la voluntad por la vida florezca es la añoranza de todo artista. Lo mismo nos dice la tragedia creada por esta unión de deidades. Durante la tragedia griega los personajes creen y buscan tener la razón. La lucha incesante finaliza con la muerte de los personajes. Esa muerte, ese instante, aparece como el momento en donde todo confluye, en donde ya no se necesita pensar en otro, en donde todos tienen razón porque la razón no existe, porque en lugar de aprender hemos desaprendido, porque en lugar de saber, sentimos. Y sentimos porque pertenecemos a otra comunidad con otra lógica y con otra verdad. La muerte trágica ya no se ve como un fin, como el fin de la vida, sino como “una acción sustitutiva en la que se anuncian nuevos contenidos en la vida del pueblo”[4]. Por medio del símbolo de la muerte lo que se quiere expresar es la creación de algo nuevo, de algo diferente a lo anterior, de algo que solamente puede ser conocido cuando se experimenta, de algo que solamente puede surgir de la coexistencia de opuestos irreconciliables[5].
No quiero morir para redimirme. Lo que necesito es confluir con lo que es extraño, con lo que es opuesto, con lo imposible. Vivir después de la muerte. Vivir después de lo desconocido. Tarsila me hizo conocer, pero no atravesar la frontera. Por lo menos esa es mi sensación. Me embriagó con un alcohol suave. Mi sueño duró poco, volví a ver “lo espantoso o absurdo del ser hombre”[6].
“Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para el a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza mas absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador…
Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuervos…”
[1] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 237.
[2] Digo que quizás fueron ellos los responsables ya que la obra de arte necesita, una vez independizada del artista y objetivada materialmente, de un espectador. Es condición obligatoria la existencia de un espectador, de alguien que mire, escuche, sienta la obra.
[3] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 231.
[4] Benjamin, Walter, El Origen del Drama Barroco Alemán, Taurus Humanidades, Madrid, 1990, Pág. 95.
[5] “hacer surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia razonable de tales opuestos” Benjamin, Walter, Ibidem, Pág. 30
[6] Nietzche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia; Alianza Editorial, Madrid 1973, Pág 244.
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