Es una carrera de máxima velocidad. Nuestras mejillas se nos despegan de los huesos y se despellejan al rubor del viento frío del norte. Los pupilas de nuestros ojos se dilatan hasta confundirse con su fondo blanco y nos vuelven blancos a nosotros. Somos blancos ahora.
Somos como la leche tibia que nos mancha los bigotes canosos como el pelo de aquél berlinés futurista.
No había sido el viento frío del norte el que interpeló nuestra carrera al tiempo. Pasó como un zumbido por nuestro lado, ajustándose los guantes, enfilando su mirada a través del casco y hacia la pista multicolor, sintiendo los interruptores a su alcance, el aceite y el rugido del motor erotizaron un momento que se detuvo. No se detuvo del todo. En realidad, la pornografía mecánica lo aletargó. Le dijo loco no corras, paseá. Y la filmación y la mecánica hicieron lo que se les antojó. Se atrevieron a dejar que maneje un chimpancé a una velocidad inimaginable, detallada solamente en el reconte del número de colores que conforman la dinámica de una carrera, como en la pasividad atascada en un profundo sentimiento de ingenuidad real que los suburbios imaginarios pero profundos nos ofrecen, o en la mezquindad y el ansia incesante de tenerlo todo sin pormenorizar detalles del fascismo. Se atrevieron a que el “estrellato” nos diga y nos repita, es para chicos, es meteoro. Dejemos que empiecen con esta percepción. ¿Hata dónde llegarán? No podremos detenerlos. Van a llegar lejos esquivando y surcando espacios entre autos, utilizando sierras asesinas de neumáticos, artefactos saltarines, palomas mensajeras. Pero no, nada de palomas mensajeras. Van a ser ellos los que quiebren la densidad del aire. Nada de Kant, para ellos no existe ya Kant. Son el navajo de Maslíah recuperado. El trance de conocer más allá de lo que somos, y eso que fuimos. Pasado y presente. El instante místico dentro de su coche por medio del cual pude reconocer a la perfección los colores que componen el camino. Conoce minuciosamente como están compuestos porque los ve con anterioridad a que sean pista, a que sean rivales, a que sean rugidos de carburadores. Sabe para donde se dirigirán porque también los ve más allá. Por eso es campeón, por eso lo quieren en la oscuridad. En ese momento conjura la experiencia del aura ¡todas estas cosas están llenas de dioses! Y lo encontró sin buscarlo siquiera. Encontró su Dios y paseó. Apagó los colores del mundo, los iluminó para nosotros. Se alzó como Dios. Y esos niños…, sí, esos niños para los que esto era, para los que esto estaba hecho. Sí, quizás era para ellos como no lo fue para Kant. Era para ellos como la libertad lo era para ese niño de lentes gruesos berlinés. Si nosotros volvimos a resucitar con su carrera, sacudiendo nuestros bigotes que ya hacían cosquillas por estar húmedos de esa tibia leche de la infancia, si nuestra perplejidad frente a la velocidad fue inédita porque ya lo había sido en algún momento japonés, ¿con qué mounstrosidad inexplicable, inalcanzable para que hagan contacto los finos cables del pensamiento humano, volverán ellos a resucitar?
Cuando apagan la luces y nos acomodamos en nuestros respectivos asientos con nuestros respectivos respaldos con nuestros respectivos apoya vasos gigantes y nuestros respectivos pochoclos en balde aparece delante nuestro y nos succiona su sonrisa introductoria a un mundo de romance y fantasía. Al galán lo palpamos, con el torso inclinado hacia nuestra izquierda que es su derecha, el brazo ligeramente apoyado en el respaldo del asiento de ese coche aerodinámico, reluciente, creado de tal manera que involucra el glamour de los retro con el vértigo modernista de la tecnología, y sus palabras exactas que suenan de esa manera por su sonrisa también precisa en la ocasión, y por su barrio. Cerca de casa, sería un idiota. Pero aquí ya no lo es, con su campera de cuero, todos queremos de alguna manera u otra ser como él, vivir donde él vive, vivir en veredas que no conocemos, en cielos de pastel con un taller en el garaje. Todos queremos vivir en la fantasía. Queremos ser parte del arte mientras cantan los pájaros y el sol brilla sobre la familia feliz.
En seguida la velocidad nos dice: no es para cualquiera. Si querés, participá. Pero no se si tus mejillas aguantan. La entrada es gratis, la salida, vemos. Es fácil hacer caer a los dictadores, pisotearlos a ellos y a todo su edificio, no creer en las estrellas de cine, borrar al fascismo de la faz de la tierra aunque sea para nosotros. Pero no sigan. Pueden elegir quedarse, tomar el camino de la derecha o de la izquierda, subirse a su auto o golpearle corajudamente el casco blanco y decirle “!Vamos campeón, ésta es tu carrera!”, quedarse sentados en el banco viendo pasar los autos una vez cada cuarenta y siete segundos pero solo por una milésima de los esperado, pensando, pensando y creyendo en que otros pájaros volarán más lejos.
Subirse al Mac 5 durante algo más que hora y media fue un paseo que disfrute mucho, pero cuando me enteré que el que me guiaba era un mono, me quise bajar.
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Go Speedracer, go speedracer, go speedracer, ¡GO!……. Me quise bajar pero la escucho cada vez que me subo al 147. Puedo parecer un niño. Pero la estrella de cine ahora soy yo.
Somos como la leche tibia que nos mancha los bigotes canosos como el pelo de aquél berlinés futurista.
No había sido el viento frío del norte el que interpeló nuestra carrera al tiempo. Pasó como un zumbido por nuestro lado, ajustándose los guantes, enfilando su mirada a través del casco y hacia la pista multicolor, sintiendo los interruptores a su alcance, el aceite y el rugido del motor erotizaron un momento que se detuvo. No se detuvo del todo. En realidad, la pornografía mecánica lo aletargó. Le dijo loco no corras, paseá. Y la filmación y la mecánica hicieron lo que se les antojó. Se atrevieron a dejar que maneje un chimpancé a una velocidad inimaginable, detallada solamente en el reconte del número de colores que conforman la dinámica de una carrera, como en la pasividad atascada en un profundo sentimiento de ingenuidad real que los suburbios imaginarios pero profundos nos ofrecen, o en la mezquindad y el ansia incesante de tenerlo todo sin pormenorizar detalles del fascismo. Se atrevieron a que el “estrellato” nos diga y nos repita, es para chicos, es meteoro. Dejemos que empiecen con esta percepción. ¿Hata dónde llegarán? No podremos detenerlos. Van a llegar lejos esquivando y surcando espacios entre autos, utilizando sierras asesinas de neumáticos, artefactos saltarines, palomas mensajeras. Pero no, nada de palomas mensajeras. Van a ser ellos los que quiebren la densidad del aire. Nada de Kant, para ellos no existe ya Kant. Son el navajo de Maslíah recuperado. El trance de conocer más allá de lo que somos, y eso que fuimos. Pasado y presente. El instante místico dentro de su coche por medio del cual pude reconocer a la perfección los colores que componen el camino. Conoce minuciosamente como están compuestos porque los ve con anterioridad a que sean pista, a que sean rivales, a que sean rugidos de carburadores. Sabe para donde se dirigirán porque también los ve más allá. Por eso es campeón, por eso lo quieren en la oscuridad. En ese momento conjura la experiencia del aura ¡todas estas cosas están llenas de dioses! Y lo encontró sin buscarlo siquiera. Encontró su Dios y paseó. Apagó los colores del mundo, los iluminó para nosotros. Se alzó como Dios. Y esos niños…, sí, esos niños para los que esto era, para los que esto estaba hecho. Sí, quizás era para ellos como no lo fue para Kant. Era para ellos como la libertad lo era para ese niño de lentes gruesos berlinés. Si nosotros volvimos a resucitar con su carrera, sacudiendo nuestros bigotes que ya hacían cosquillas por estar húmedos de esa tibia leche de la infancia, si nuestra perplejidad frente a la velocidad fue inédita porque ya lo había sido en algún momento japonés, ¿con qué mounstrosidad inexplicable, inalcanzable para que hagan contacto los finos cables del pensamiento humano, volverán ellos a resucitar?
Cuando apagan la luces y nos acomodamos en nuestros respectivos asientos con nuestros respectivos respaldos con nuestros respectivos apoya vasos gigantes y nuestros respectivos pochoclos en balde aparece delante nuestro y nos succiona su sonrisa introductoria a un mundo de romance y fantasía. Al galán lo palpamos, con el torso inclinado hacia nuestra izquierda que es su derecha, el brazo ligeramente apoyado en el respaldo del asiento de ese coche aerodinámico, reluciente, creado de tal manera que involucra el glamour de los retro con el vértigo modernista de la tecnología, y sus palabras exactas que suenan de esa manera por su sonrisa también precisa en la ocasión, y por su barrio. Cerca de casa, sería un idiota. Pero aquí ya no lo es, con su campera de cuero, todos queremos de alguna manera u otra ser como él, vivir donde él vive, vivir en veredas que no conocemos, en cielos de pastel con un taller en el garaje. Todos queremos vivir en la fantasía. Queremos ser parte del arte mientras cantan los pájaros y el sol brilla sobre la familia feliz.
En seguida la velocidad nos dice: no es para cualquiera. Si querés, participá. Pero no se si tus mejillas aguantan. La entrada es gratis, la salida, vemos. Es fácil hacer caer a los dictadores, pisotearlos a ellos y a todo su edificio, no creer en las estrellas de cine, borrar al fascismo de la faz de la tierra aunque sea para nosotros. Pero no sigan. Pueden elegir quedarse, tomar el camino de la derecha o de la izquierda, subirse a su auto o golpearle corajudamente el casco blanco y decirle “!Vamos campeón, ésta es tu carrera!”, quedarse sentados en el banco viendo pasar los autos una vez cada cuarenta y siete segundos pero solo por una milésima de los esperado, pensando, pensando y creyendo en que otros pájaros volarán más lejos.
Subirse al Mac 5 durante algo más que hora y media fue un paseo que disfrute mucho, pero cuando me enteré que el que me guiaba era un mono, me quise bajar.
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Go Speedracer, go speedracer, go speedracer, ¡GO!……. Me quise bajar pero la escucho cada vez que me subo al 147. Puedo parecer un niño. Pero la estrella de cine ahora soy yo.
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