Correo

Hoy llegó un nuevo correo. Uno más de los tantos que aumentan las posibilidades de que te termines yendo por un tiempo. Debe haber sido una de esas malas jugadas de algo de eso que no se ve que hizo que el sobre terminara depositado en el buzón de mi edificio. El cartero adjudico el inesperado suceso a que en el destinatario figuraban dos direcciones y una pequeña nota que remitía a la posibilidad de que en la primera no existiese buzón alguno. En ese caso, deberá caminar hasta la segunda dirección y depositarlo en el lugar correspondiente no sin antes alertar a la persona que figura en esa dirección, apretarle la mano bien fuerte, y levantando las cejas con signo de incertidumbre como ignorando la el hecho, que para ese momento ya será posibilidad, de haber o no introducido el sobre en el buzón. La intención del remitente me quedaba bastante clara. Era como sí éste supiese que la recepción del mensaje iba a causar una gran sorpresa para mi al mismo tiempo que tenía una necesidad imperiosa de la entrega efectiva del sobre, que solamente sería efectiva si luego del apretón de manos y las cejas para arriba, el cartero me hacía firmar aquí, aquí y aquí, ese papel que terminé firmando en mi más apresurada urgencia de terminar mis asuntos con él y introducirme en el oscuro buzón para encontrar aquello que no me correspondía pero que sin embargo había sido destinado a mi lectura.

No fue difícil encontrarlo entre los pocos sobres que llegaban a mi domicilio. El edificio estaba habitado en su mayoría por parejas jóvenes, algunos solteros también jóvenes, que ya habían dejado de lado la costumbre de escribir, ya sea con lápiz o con tinta, sobre un papel que se suelta a los hilos del tiempo en un indeterminismo de entrega efectiva que en estos casos se quebraba cuando se firmaba el papel que nos ofrece gentilmente el cartero. Eso no quita las expectativas y el misterio que involucra al oficio del escritor de cartas. Cuesta escribir una, más cuando la inmediatez está prohibida en la escritura. Las referencias al ayer, al mañana, o mismo al hoy se pierden por sensaciones que perduran, pensamientos que se desarrollan o que están a punto de hacerlo, sentimientos que no pueden reducirse a los parámetros temporales. No creo que mis vecinos cuenten con el coraje de seguir haciendo eso. Están demasiado acostumbrados a perder la tinta y que otros les forjen las letras. Están demasiado acostumbrados a quererlo todo ya. Parece como si nada pudiera comprometerlos y seducirlos en un sentir tan hondo en el cual, una vez que cayeron, es demasiado difícil procurar descubrir donde están. No pueden escaparse del ojo normal. Están atrapados, pobres diablos. Fue fácil reconocer el sobre entre esos pocos. Tenía dos estampillas con relieves. En una sobresalían los montes de Granada, en la otra, el contorno de la figura de un torero temerario.

Uno no puede recoger un sobre y así como así depositarlo en el estante del comedor, sobre la mesa de la cocina, o arriba de una pila de libros que todavía tiene por leer. Creo que es empíricamente comprobable la imposibilidad de hacer eso con una carta. No importa el lugar que sea, el momento del día. Cuando uno recibe una carta debe sentarse en una mesa, poner a calentar la pava, cebarse unos mates y escuchar de fondo la música que le parezca más propicia para los momentos que ocupará la lectura de la misma. En caso de estar corto de tiempo y que justo el cartero lo agarre a uno saliendo a tomarse el colectivo, la ansiedad será tal que deberá interrumpir el paseo para sentarse en la mesa de algún café, y aquí, frente a la imposibilidad de conseguir mate, pedirse un café con leche y dos o tres medialunas de manteca. Si es posible, y si el mozo que lo atiende es simpático, le puede pedir que baje un poco el volumen del noticiero. Si lo agarra en un muy buen día tanto a él como al dueño del boliche el bajar el volumen de la televisión se puede llegar a convertir en apagarla completamente y sintonizar una radio en la cual pasen tangos (tanto mejor si es el momento del día en el cual las radios que pasan tangos tienen la peculiar característica de tomarse unos minutos para hacernos escuchar alguna que otra obra de jazz).

El momento en el cual yo recibí esa carta fue propicio dado que no tenía ninguna otra cosa que hacer que sentarme a pensar y a leer un poco. Sí. Era un fin de semana, sábado para ser más precisos. Sábado por la mañana. Una linda mañana de sábado soleado que es linda solamente porque la noche del viernes fue pésima y terminé capturado por el más profundo sueño a las ocho y media de la noche en medio de una película de Fellini. De no ser así las ocho y media de la noche se hubiesen estirado a las tres y media de la mañana, por lo menos, y la facilidad con la que pude abrir los ojos y entablar una pequeña conversación con el cartero se hubiese convertido en una lucha constante con lagañas y malestares de la garganta y el estómago por la cerveza y los cigarrillos que me convidaron en el bar. Pero la linda mañana de sábado me acompañó, y una vez que abrí la puerta del departamento me senté en la mesa de la cocina, en donde ya estaba el desayuno servido (la llegada inesperada del sobre lo había interrumpido), volví a encender la música (bien que me pude acostumbrar a apagar cada luz y cada aparato eléctrico aunque sea por algunos segundos que no lo use, el gobierno debería darme alguna carta donde se acredite mi mérito como ciudadano), y empecé a recortar el extremo derecho del sobre. Ya no uso más los abre cartas. No veo la razón para cuidar los sobres, no los voy a volver a usar. Solamente apilo las hojas que vienen dentro sobre el escritorio, arranco las estampillas y las guardo en una cajita. El resto no guarda ningún interés para mi. Diferente es si recibo postales, ocasiones en las cuales, en lugar de guardar solamente la postal, guardo también su sobre y ésta dentro de aquél. Simplemente hago eso para que una vez olvidadas algunas de las imágenes que recibí me vuelvan a sorprender en aquellas tardes ociosas en las cuales dejamos el lugar hecho un desastre por pasarnos recordando y leyendo cosas viejas que acumulamos por todas partes.

Sabía de que se iba a tratar el mensaje que estaba por leer. Ni siquiera estaba dirigido hacia mí, pero por esa imposibilidad de recibir un sobre y guardarlo sin la más mínima curiosidad, ese disponía a que yo fuese el primero en enterarme. Venía de España. Otra cosa no quería comunicar. De seguro había más posibilidades objetivas de que fuese noviembre definitivamente el momento de partir. No le había dado mucha importancia a las primeras. Ni siquiera las había leído yo, más bien había recibido un comentario pormenorizado de los detalles de las mismas. Pero no me lo había puesto a pensar. Es diferente leer el mensaje directamente a que alguien te lo cuente. Había pasado eso con la carta anterior que también la había recibido yo. Ésta era la segunda. Hasta eso, cuando me lo ponía a pensar, hacía que aumente mi sensación de soledad. Parecía como que ya no estuvieses aquí.

En el momento en que ya tuve las dos hojas que contenía el sobre en mi mano, tuve que bajar un poco el volumen de la música y tomar dos o tres mates para poder camuflar los nervios que la misma forma de las palabras, aún no leídas, me hacían desarrollar. De alguna manera u otra sabía las hojas me venían a decir. Perdón. Lo que las hojas te venían a decir.

Era lo que las hojas te venían a decir, sí, era eso. Sabía de antemano que mi lectura de esas palabras y cualquier pensamiento que me surgiera después de eso no tendría ningún efecto en lo que te venían a decir a vos. Nos podríamos juntar a charlar en algún bar sobre eso, siempre después del mal humor que resultase de mi lectura previa a la tuya. Que porqué no me dijiste nada, que si el sobre tenía mi nombre, que porqué lo abriste, que no se viola la propiedad privada, que eso es el respeto, que ustedes no tienen sentido del respeto y de la privacidad, que me cago en todo eso. Que importa si después da lo mismo.

No vale desarrollar lo que uno empieza pensando, no vale desarrollar aquí lo que uno piensa, lo que uno siente. Eso se considera dispensable. No vale, si en realidad vivimos así. Siempre hay justificaciones que solucionan todo de una manera muy simple.

No me quiero atrever a decir que los pensamientos son vulgares. Espero que sea así, que las cosas se piensen, que nos atormenten. No que se piensen, sino que se dejen de pensar. Que la vulgaridad de los pensamientos haga dar cuenta de que lo único indispensable que tienen es hacernos dar cuenta que a veces no sirven. Vale más no pensar en momentos, vale más dejarse llevar por uno, no por lo demás, no por cosas, sino por uno o por dos. Sí, por dos. Por dos es mejor.

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