El Club del Silencio


Las cerdas le hicieron las cosquillas merecidas para que, frunciendo la cara, moviera sus bigotes de un lado al otro intentando evitar el ya inevitable estornudo incómodo que corrió la mezcla de óleos naranjas y blancos para crear algo inesperado. Sí. Así fue. Nació del instante. Nació de, desde, dentro y por fuera de un cuadro, y por un estornudo mudo de color de aquél que estaba sentado, ni siquiera en la cabecera de la mesa, sino en un banquito sin respaldo en una esquina. De los demás nos mostraron sus torsos y sus manos, pero la magia de la gripe creadora vino de esa cabeza fatigada y atenuada de respirar hondo para no proseguir con la alergia que se enunciaba como fascinante.
De este encuentro irrepetible entre ese grupo de hombres encerrados entre delimitaciones verticales y horizontales, sentados sobre una leve brisa de aire con sus rodillas flexionadas y la espalda aristocráticamente recta, de pies y piernas invisibles pero sin embargo reales tanto para él que, inmovilizado frente al sonido de una pianola de mitad de siglo, sacudía su pincel al ritmo del tap, como para nosotros, que agrupados detrás de su atril sí le veíamos sus piernas, se redactaron solemnemente las bases y preposiciones generales de lo que bautizaron en ese instante espontáneo como: El Club del Silencio.
No se deliberó. El de galera negra arrugó un pedazo de papel y, como era costumbre entre ellos, abriéndose a las palabras y las cosas en su más absoluta integridad y garabateando forzosamente con su birome negra un mismo lugar de la hoja de manera circular, creó el vacío de donde luego devino todo.

Silencio. Nadie dijo nada y se dijo todo.
Creación – Progreso … se entusiasmaron.
Se habló Dios.
El Full Monty.

Nosotros en el club somos arte. Este es nuestro mundo. Lo inventamos en ese instante. Y los invitamos a todos. Asistieron. Como era de esperarse, hubo uno que llegó tarde. Fuera. Los demás, a tiempo.
Su castigo no fue otro que la revelación obtenida por haberlo dejado fuera de la sala. Alrededor de la mesa se montaron unas pantallas blancas gigantescas en donde se proyectaba una película en la cual unos bailarines mueven sus pies con una sutileza y una profesionalidad que solamente la reproducción cinematográfica puede lograr. Para que el cine fuese todavía más real, lograron cronometrar el mal tiempo. Mientras transcurrían las imágenes proy ectadas sobre las pantallas blancas, aquél que había sido dejado de lado encontró una pequeña ventana por la cual podía visualizar el film encapsulado en una instancia especial que se inauguraba en el silencio. El vidrio de la pequeña ventana no lo dejaba oír la música de la película. Sin embargo, la danza y la imagen fue la música. La desconcentración de uno de los que disfrutaban del espectáculo en el interior hizo que volteara su cabeza para no ver otra cosa que a aquél indeseable disfrutando una especie de trance dionisíaco en el exterior. Todo estalló cuando abandonaron la sala para situarse frente a una figura que logró mirar más allá de lo visible. El film y sus propias imágenes habían logrado que la danza se instaurara en el silencio perceptible del exterior. Entre todos los que rodeaban la mesa apabullaron a cachetazos, puñetazos y patadas a ese obnubilado por las imágenes, a ese vagabundo que la policía se empeña en castigar por la sola razón de impartir un conocimiento que no pueden sentir.
Y fue ese último no aceptado el que en realidad había llegado primero y se mantendría en ese lugar. Él fue el que llevó a cabo el proyecto y la causa de su fracaso póstumo.
Sus fundamentos ideológicos se reducían a un prisionero. Atravesando el parque y la puerta enrejada que daba a la fuente se erguía la celda fría y austera donde lo encerraron. Encadenado de pies y manos permanecía tranquilo, incorruptible. Sus cadenas eran su libertad.
El goce de los miembros de la comisión directiva de la institución consistía en visitar a su prisionero antes de cada asamblea para regocijarse con su fútil y fantasmagórico triunfo sobre aquél que, enfermo de dicha y, por ende, desquiciado carente de razón, habían capturado sin derramar una sola gota de sangre. Estos encuentros resultaban en el tortuoso golpeteo que recibía el hombre encadenado causado por esa misma tranquilidad y libertad que fluía de su ser prisionero perturbando incesantemente a estos hombres nuevos. Les enfurecía escuchar de su boca carcomida una única cosa que podían comprender: “Eternos hipócritas de la libertad, presos. Su silencio soy yo, yo soy su club.”
Para cada pregunta él respondía, entre una sonrisa infinita acompañada por una mirada que la dirigía a algo desconocido, a un amor invisible, las mismas palabras leídas al revés. Y se reía. Oicus ocol, on sariviv acnun sam, sarirom orenoisirp. Y se reía llamándolos constantemente por el nombre de Ruth. A rasep ed euq etse odanedacne ogis odneis nu odnubagav.
Y ellos colorados de rencor lo pateaban un poco más y abandonaban la sala de alguna manera u otra reconociendo los significados de los balbuceos del hombre encadenado que bailaban tap por noches y noches enteras de insomnio en los sueños lluviosos de los usurpadores del club del silencio: “Yo no soy su prisionero. Llegaron tarde. Fui capturado por ellas, por ellas que con las lenguas de víbora me besaban mientras salían de la fuente. Soy su prisionero eterno. Soy prisionero de su libertad que no es más que la mía y de ese conocimiento que ustedes encierran. Ahora soy libre y ustedes no lo son.”
El prisionero no tenía un nombre sino muchos. A veces ellas le decían Aristóteles, otras Jim, otras Arturo, otras Aby, y las menos, pero en las que lo sentían mujer, Mariana, Betty, o simplemente, Lolita.

¿Fin?
Dele mecha a la pipa.



Aclaraciones absurdas e imprescindibles.
(el tabaco está dentro del marco amarillo óleo )

No es que El Club del Silencio no haya sido un suceso revolucionario, sino que pareció serlo en ese momento; y más para nosotros, lectores y espectadores de cuadros invisibles, cuadros infinitos y eternos, pinturas que se crean en momentos únicos e irrepetibles, instantes en los cuales sobrepasamos el cuadro y vemos detrás de él , vemos reyes escondidos . Pero es ese mismo suceso el que encuentra su fracaso en el prisionero como portador del “entusiasmo” y voluntad extinguida que antes existía en los fundadores. Foucault plantea sobre Kant y su problema filosófico de la actualidad que no es el acontecimiento revolucionario lo importante sino que es el entusiasmo y la voluntad creada en los no participantes, en este caso representa da en el prisionero que a su vez enfatiza que él es el club, lo revolucionario y la fuente de progreso. Los fundadores habían introducido una diferencia en el hoy con lo que refería a su ayer pero que inmediatamente se volvió otro ayer, otro estado de minoridad a partir de la afirmación de que ellos mismos eran arte. Es por eso que el prisionero aludía a ellos como nombrándolos Ruth. La Tía Ruth es el momento “real”, el momento de no sueño en Lynch , la representante del estado de minoridad develado crudamente en el no hay banda, no hay orquesta del club del silencio, en las grabaciones musicales que se escuchaban detrás de los cantos . Las palabras no eran suyas. No hay narrador, no hay voz. Cine mudo que nos hace hablar por imágenes. La música no era real, o por lo menos no para él ni para ella. No había banda, ni orquesta, ni música, solamente danza. El baile era el sueño, el rito del chamán, el trance dionisíaco , una alternativa a la “realidad”, una fuga por medio de la cual se creaba una nueva música, un nuevo sonido que lo hacía bailar. Y la modificación de la relación que existe entre la voluntad, la autoridad y la razón aludida por Kant que puede lograrse por un acto de coraje es llevada a cabo por el prisionero, por aquél que vive y es temerario en sus sueños. Aquél que es suicida de la realidad también asesina en los sueños. Aquél que aunque esté encadenado puede gritarles que todavía puede vagabundear, puede ser ese vagabundo incansable de Baudelaire. Puede correr el telón entero, para develar que detrás de él no hay nada, que en ese momento ya se había dicho todo y que ese todo no era suficiente, sino que había más, había mucho más, más allá de lo que ellos podían ver. Aquel que puso en práctica la consigna “ten el coraje, la audacia de saber” siendo absorbido y capturado por las ninfas. Aquél que como Aristóteles, Morrison, Rimbaud, Nabokov, Lynch y Warburg, nymphóleptos modernos, seres capturados por la belleza y la locura de las ninfas llevaron a cabo sus katharmós, se atrevieron y se entusiasmaron creando conocimiento del delirio.

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